El prestigio heredado - Capítulo 5

Definición de “El Diccionario”

Grilletes: dispositivo usado en veterinaria para inmovilizar y controlar animales grandes. Consta de brazaletes que funcionan de a pares, que estando activos, generan una descarga que inhiben la movilidad del animal cuando estos separan sus patas.

Acero anaranjado

El sistema de transporte en cada ciudad estaba completamente interconectado y controlado centralmente. Ningún vehículo en movimiento escapaba a la vigilia de los ordenadores que conocían la dirección y velocidad que cada uno mantenía. De esta manera, el sistema podía predecir colisiones, y efectuaba remotamente las modificaciones necesarias para evitarlas.
Todas las vías tenían un solo sentido y estaban demarcadas de tal manera que permitían a los coches reconocer la senda, para no producir desvíos peligrosos.
Adicionalmente, cada unidad intercambiaba información con las circundantes, por lo que en caso de desconexión del control central, los vehículos discernían directamente entre ellos y tomaban decisiones automáticamente para evitar cualquier colisión.
Dentro de la ciudad, en su mayoría eran usados en piloto automático y solo en raras ocasiones se manejaban manualmente. La experiencia no asistida era vivida dentro de las pistas de carrera en donde los pilotos hacían sus proezas sin otro control más que sus miembros. Pero fuera de ellas, el individuo indicaba el destino a la computadora de a bordo, y el vehículo se encargaba de llevarlo a buen puerto sin más intervención.
A esto se sumaban los sensores de protección para transeúntes en cada unidad. En su conjunto, todo el sistema brindaba un altísimo grado de seguridad para el traslado, con una tasa de accidentes del uno por millón.

Como correspondía a una sociedad que prestaba atención a las demandas y placeres individuales, los vehículos más exclusivos contaban con una característica excitante. Mediante el control neuronal, el conductor podía modificar la velocidad con sus emociones. Esto les otorgaba una variante apasionante a los temerarios que querían imprimir su sentir en el manejo, y experimentar cuotas específicas de adrenalina. Esta cualidad no afectaba la seguridad en virtud del sistema que controlaba todo.

***

Omar casi había perdido la cuenta de los días que llevaba en cautiverio. La última vez que pudo distinguir, habían pasado treinta días. Fue una fortuna haber descubierto esas dos piezas del caso, y la posibilidad de salvar quien sabe a millones. Pero también lo lamentaba, porque eso lo había arrojado en esta desdicha.
Fue casi sin querer. Hacía un tiempo que Horacio lo había enviado a vigilar al muchacho del tatuaje. Desconocía cómo él había dado con ese paradero, y de qué manera lo había asociado con los delitos recientes. No había tenido tiempo de intercambiar datos. Cuando ingresó en la casa del muchacho, sin autorización ni apoyo, las claves se le presentaron sin clemencia. Y de la misma manera los secuestradores.
La primera lo sobrecogía. Recordó aquél suceso en el juego de Remembranzas, que había provocado un caos irracional. Si lograban su objetivo, el efecto podía ser apocalíptico, porque estas máquinas estaban por doquier, y alcanzaban a casi toda la gente.
La segunda era una noticia terrible para Horacio. Tenía que hacer algo, y pronto.

Se paró pensativo frente a la ventana, en un ángulo que no lo expusiera al exterior. El ocaso estaba presente. Un color anaranjado intenso bañaba las paredes de acero del edificio, y las ventanas cuáles espejos celestes, producían una imagen bellísima de inmensa paz, que contrastaba con lo que él estaba viviendo. 
Estaba en uno de los últimos pisos. Unos cien metros lo separaban del suelo. Desde esta ventana, se podía divisar la terraza con detalle. Hacia un lateral, al tope del edificio, en una de las esquinas, había una especie de máquina ovoide que se usaba comúnmente para el mantenimiento exterior de la construcción. Estaba acostumbrado a ver estos aparatos moverse a lo alto y a lo ancho de los edificios, pero nunca supo cómo se afirmaban. Una idea cruzó por su mente, pero la descartó inmediatamente porque no había forma de llegar hasta allí.
El apartamento parecía inexpugnable y a prueba de sonidos. Muchas veces había gritado ayuda, pero ésta nunca acudió. El inmueble constaba de una sala, una habitación, un baño y una cocina. Todos pequeños y completamente vacíos, excepto por la cama que lo auxiliaba, y la mesa de entretenimiento a un costado. Por lo menos habían tenido la compasión de dejarle una mesa de esas, porque si no, se hubiese vuelto loco. Así, los días transcurrían contemplando el exterior, durmiendo, ejercitándose un poco o jugando en la mesa. La otra parte del tiempo se agotaba tramando alguna forma de escape.
Siguió con la mirada perdida a través de la ventana. Abajo, el gran parque y la quietud. Era como si ese edificio estuviese inerme en las afueras. Cruzando el parque, hacia un costado, divisaba una calle adornada con edificios bajos, semejantes a los de un cordón industrial abandonado que hacían juego con la soledad en la que él se encontraba.
En los días que llevaba encerrado, nunca vio a nadie más que a los secuestradores. Ni siquiera en la calle. Ni siquiera un coche en movimiento. Excepto el vehículo plateado con la línea azul del secuestrador.

Algunos pensamientos lo atormentaban. ¿Por qué lo mantenían secuestrado? ¿Acaso lo usarían como parte del plan? Tenía que liberarse pronto y hacerle llegar a Horacio lo que sabía. Su gran amigo y líder en esta investigación. El único que sabría qué hacer.
Las horas eran largas y la rutina precisa. Cada dos días, el secuestrador grande se acercaba a traerle alimentos. Eran dos. A veces acudía el otro. El enjuto. Ambos vestían ropa negra holgada, con un tapujo que tornaba imposible divisar sus rostros.

Tanto en sus muñecas como tobillos le habían colocado unos brazaletes que le provocaban un inmenso dolor cuando la luz roja en ellos se encendía. La única forma de anularlo era juntando sus manos y sus pies. Con ese acto, los cuatro brazaletes se unían cual poderoso imán, y el dolor desaparecía. Así, cada vez que los secuestradores iban a ingresar al apartamento, activaban algo desde el exterior, y la luz cambiaba de verde a amarillo. Luego, transcurridos unos segundos, si no se sentaba inmediatamente, doblaba las piernas y se inclinaba levemente para juntar los cuatro anillos, la luz roja se prendía y si éstos no estaban pegados, el dolor se desataba. De esta manera, hecho un ovillo y virtualmente encadenado, quedaba inmovilizado para cuando ellos entraban, sin que tuviesen necesidad de tocarlo.
Hubo ocasiones en que ingresaron cuando él estaba durmiendo. Aborrecía esas ocasiones.


Ciento veinte días le llevó vislumbrar un plan de escape. Con errores que cometieron los secuestradores. Pequeños descuidos que él usufructuó. Noventa días le llevó hacerse del recipiente que mantenía escondido bajo el colchón. Siempre le entregaban los alimentos en dos bolsas iguales. Chatas y de color blanco. El agua debía tomarla directamente de las canillas, imposibles de violentar. Esa noche, cortó por la mitad una de las bolsas, cuidadosamente con un hilo. La dejó como siempre en la cocina, de tal forma que parecieran dos y escondió la otra bajo la cama.
Pero fue un detalle más sutil el que dio origen a su estrategia, que no hubiese podido pergeñar si la mala suerte ¿Mala suerte? no lo hubiese importunado aquellos días del brazalete.

El muchacho lo contempló en silencio. El agente estaba dormido en su lecho, apelmazado de manos y pies, mirando hacia la pared. Sin tocarlo, contempló los brazaletes. Los cuatro en rojo. Todo estaba en orden.
Se dirigió a la cocina para dejar los alimentos. Las dos bolsas residuales blancas estaban correctamente acomodadas como él le había ordenado. Las tomó y arrojó en su propio contenedor de residuos.
Una especie de llanto del prisionero lo estremeció.
–Por favor. Ven. Ayúdame. Algo está mal.
El muchacho se encaminó con gran cautela hacia la habitación. Miró al agente y notó la expresión de enorme malestar.
–¿Qué quieres? –preguntó con desconfianza.
–Escúchame. Uno de los brazaletes no funciona. Cuando te fuiste el otro día, el de mi mano derecha nunca retornó al color verde cuando abandonaste el apartamento. Estuve doblado estos dos días, esperando tu vuelta, porque por más que los otros estaban en verde, si no los juntaba el dolor era insoportable.
–¡Vaya! ¡Eso no debió haber pasado! –enunció sorprendido.
El muchacho dudó un instante. Tenía terminantemente prohibido accionar el controlador enfrente del rehén. Sin embargo, la posición y el estado del agente lo convencieron que no notaría la maniobra. Metió la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta y presionó el control para desactivar los brazaletes. Tres pasaron a verde, pero uno de ellos permaneció en rojo.
–¡Tengo que cambiarlos! –enunció.
–Por favor… ¿Es necesario que me los dejes puestos? ¿Acaso no me he portado adecuadamente? –arriesgó Omar.
–Quédate ahí. Vuelvo en una hora. –le dijo secamente.
–Escúchame. Necesito poder estirarme o voy a desfallecer de entumecimiento. Por favor, quítamelos por este rato.
El muchacho se limitó a sonreír y se alejó sin dar respuesta. Una vez cerrada la puerta activó los brazaletes.

Omar sabía que en una hora o menos su secuestrador retornaría. Una hora que sería una eternidad. Mientras cavilaba, prefirió no moverse porque el embotamiento muscular le producía bastante dolor. No debía malgastar la poca movilidad que dispondría. Por fin habían cometido otro error, que le permitió detectar en dónde estaba el controlador de la puerta. Eso hizo agudizar sus sentidos a pesar del malestar. Cuando el secuestrador se retiró, prestó atención a un detalle que nunca antes había notado. Al momento que las luces de los tres brazaletes pasaron a verde, el cerrojo de la puerta emitió su sonido característico. Solo que tan sutil que entendió por qué nunca antes se había percatado.
Ahora tenía que ser muy preciso. Con los pocos milisegundos que disponía cada vez que separaba la mano del conjunto de anillos, daría los pasos necesarios. Primero tenía que orinar en el recipiente que había ideado. Seguidamente lo esperaría sentado en la otra habitación lo más cerca posible de la puerta de salida, en el mismo lugar que la mayoría de las ocasiones, para no despertar sospechas.
En cuánto el secuestrador le quitase los anillos, le lanzaría el líquido a los ojos. La sola idea arrojar algo así en los ojos de cualquiera lo atormentaba. Sintió náuseas cuando la imagen se le cruzó por la cabeza, pero la necesidad de transmitir su descubrimiento, sumado al instinto de supervivencia activo, le otorgaban cierta capacidad para actuar con frenesí.
Retomó el plan. Luego de atontarlo, lo empujaría violentamente haciéndolo caer, le quitaría el controlador y correría hacia el ascensor, mientras cerraba y trababa la puerta con el dispositivo. No solamente estaría bloqueando la puerta, sino que al mismo tiempo estaría desactivando los brazaletes en caso que se hubiese quedado con alguno. Una vez en el ascensor, si algo saliera mal, el secuestrador no tendría chances de alcanzarlo porque la velocidad de estos elevadores era importante.
Decidió abandonar la cama porque la introspección le estaba consumiendo minutos. Ejecutó cada paso de la preparación. Y empezó la vigilia de la liberación.

El muchacho tomó el ascensor. Siempre que se aproximaba a la puerta, lo hacía en absoluto silencio. Era imposible que el agente pudiese soltarse y traerle problemas, pero la lógica indicaba que tenía que tener más cuidado en esta oportunidad. Algo lo tenía más alerta. Un presentimiento. Como siempre, se puso la capucha que solo dejaba ver sus ojos y apoyó con mucho sigilo la oreja en la puerta, para escuchar el ruido interior. Nada.
Sacó el controlador, presionó el botón y la puerta se destrabó. La empujó suavemente pero no avanzó. Algo lo hizo dudar. Dio el primer paso para entrar y vio la sombra del agente fuera de lugar.
Todo sucedió en un instante. El muchacho quiso tirarse para atrás mientras trataba de accionar el controlador para cerrar nuevamente la puerta. Pero ésta se le vino violentamente a la cara. El golpe fue tal que lo derribó. Con un grito el prisionero se le tiró encima y le arrojó algo en los ojos que le produjo cierto ardor. No se percató en que instante le manoteó el controlador, pero ya no lo tenía en su mano. Mientras se incorporaba, vio como las puertas del ascensor se cerraban. Los ojos ya no le ardían. Rápidamente llamó por el comunicador a su cómplice que se encontraba en el segundo subsuelo.
–¡El agente acaba de escapar! ¡Tomó el elevador! ¡Deténlo!
–Está a mitad de camino, bajando rápidamente. No te preocupes. No tiene chances de evadirme. Si cumpliste el procedimiento solo se podrá detener en este subsuelo.  ¿Lo hiciste?
No recibió respuesta.
Sin demoras, el cómplice tomó el inmovilizador y se dispuso a esperar al pasajero. El ascensor hizo el recorrido que estaba previsto. Las puertas se abrieron y también su indignación.
El ascensor estaba vacío.

Omar improvisó. Tanto al momento de liberarse, como en el escape. Esperaba que en la confusión, el secuestrador no haya visto lo que hizo. Llegó hasta el ascensor y entrando solo medio cuerpo pulsó el botón para descender, pero no ingresó. Se escondió de espaldas tras la esquina que daba hacia la puerta de las escaleras.
El secuestrador había caído en la trampa. Creyó que se subió al ascensor y se lo comunicó a su compañero. Solo había que esperar el momento para escabullirse sigilosamente a través de las escaleras. Pero un golpe en la cabeza lo hizo caer. El secuestrador no había caído en la trampa.
Omar vio como el hombre dirigió su mano hacia el inmovilizador de la cintura. Entonces se abalanzó. En el forcejeo, pudo hacerse del aparato y lo accionó hacia el malhechor mientras ambos estaban agarrados. Una corriente indescriptible los invadió, y ya no pudieron hacer más nada. Ambos cayeron de espaldas golpeando contra las paredes del pasillo, quedando finalmente sentados uno frente al otro. Con plena conciencia se quedaron mirando sin poder moverse. Y el inmovilizador tirado en el medio. Fueron unos segundos, pero fueron interminables.
Omar trató de mover un dedo, hasta que éste le respondió. Poco a poco fue recuperando la movilidad de la mano. Pudo ver como el secuestrador todavía seguía inmóvil. Sabía que aquél no podría levantarse todavía, por lo que esperó hasta que su espalda le respondiera. Hizo un esfuerzo sobre humano, y con un envión nacido de la desesperación, logró tirarse hacia adelante cayendo con una mano sobre el arma. El malhechor ya comenzaba a dar indicios de movimiento. Pudo sentir su mirada llena de furia e impotencia. Hizo otro esfuerzo por realizar un movimiento más efectivo. Y lo logró. Se impulsó de tal manera que si no hubiese tenido ese milisegundo de ventaja, tal vez hubiese sucumbido. Porque antes que el secuestrador le cayera encima, accionó el arma en su dirección, y la descarga hizo efecto nuevamente, pero solo sobre el villano.
Pasaron otros quince segundos hasta que pudo incorporarse. Agarró el inmovilizador y se aseguró de brindarle una nueva descarga al delincuente a sabiendas que el único daño que le produciría era inhibirle temporalmente las extremidades. Eso le daría el tiempo suficiente para llegar a la máquina de la terraza, su objeto de salvación.
Tomó las escaleras hacia arriba y alcanzó la terraza. Se dirigió al aparato, y una vez dentro, escudriñó los controles. Una palanca ordenaba el desplazamiento en las cuatro direcciones. Quiso analizar correctamente lo que iba a hacer, pero en ese momento se abrió intempestivamente una puerta, y el raptor apareció en ella.
No tuvo tiempo de pensar. Movió violentamente la palanca hacia abajo, sin razonar lo que significaba llevarla hasta el fondo. El artefacto comenzó un descenso con tal velocidad, que no pudo contener el vómito y casi se desmaya. Llegando a la planta baja, la máquina empezó a frenar automáticamente y se detuvo suavemente. Sabía que el secuestrador tenía un cómplice por lo que se dispuso a alejarse sin demoras. Sobre un costado había un par de vehículos y eligió el más cercano, el plateado con una raya azul, que parecía ser veloz. Y también estaba el negro.
Omar desconocía que esos autos tenían otra cualidad especial. Habían sido modificados para no interactuar con sistema alguno.

Se montó raudamente, y observó que el coche tenía control neuronal. Sin dudar, lo puso en modo extremo.
E inició la marcha.
Mientras hacía una maniobra de giro en dirección a la salida, observó al cómplice corriendo hacia el vehículo negro. Una corriente de desesperación recorrió su cuerpo, y eso se tradujo en un impulso violento que lanzó la máquina hacia adelante. Hasta ahí, el auto reaccionaba como era de esperarse.
Abordó la salida del complejo tan rápido como pudo y disminuyó la velocidad para efectuar el giro y tomar la calle. Como haría normalmente, con el vehículo en movimiento solo necesitaba acelerar. El vehículo giraría automáticamente en la dirección correcta. Luego de cerciorarse que la calle estuviera vacía, no solo presionó el acelerador, sino que todo su cuerpo generó el impulso para aumentar vertiginosamente la velocidad.
Pero el auto se detuvo.
Omar se quedó perplejo. Por los visores traseros notó que el otro vehículo se lanzaba a perseguirlo. Su instinto de supervivencia lo obligó a girar el volante hacia cualquier dirección y presionar el acelerador nuevamente. El vehículo respondió doblando con suavidad. Una vez que se hubo puesto en posición paralela, sin mediar acciones, el coche aumentó frenéticamente la velocidad, respondiendo claramente a lo que él estaba sintiendo.
Recorrió un par de cuadras a toda velocidad sin detenerse en las intersecciones, y se dispuso a continuar en esas condiciones por algunas más, para tomar la mayor distancia posible del otro coche. Sabía que su única chance sería viajar a máxima velocidad, acercarse tanto como pueda a una zona céntrica, despojarse del auto, y perderse entre la multitud.
El vehículo alcanzó una nueva intersección, y sucedió algo que le paralizó el corazón. Un coche que venía por la concurrente, también a alta velocidad, se le cruzó dramáticamente.
Omar quedó congelado, y cerró los ojos. Fueron milisegundos perpetuos en donde esperó el desenlace mortal. Pero el vehículo aún mantenía activo el sistema anticolisión.
La maniobra de frenado fue tan violenta que lo hubiese despedido por el parabrisas si los protectores no lo hubiesen aferrado firmemente a la butaca. Omar abrió los ojos y pudo observar el desconcierto de los pasajeros del otro coche mientras atravesaban el cruce fugazmente.
Permaneció unos momentos inmóvil, sin poder salir del horror que lo había embargado. Quiso pensar una estrategia, pero toda la vivencia lo tenía agobiado. Pensó en abandonar el vehículo y seguir a pie, pero sabía que así lo volverían a apresar.
Viendo que el cruce estaba vacío, presionó el acelerador con increíble temor. El vehículo comenzó a moverse despacio. Presionó más la palanca para incrementar la velocidad, pero el vehículo no la modificó. Estaba claro que la máquina censaba su inseguridad y no estaba en condiciones de acelerar. Al llegar al siguiente cruce, tomó la precaución de aminorar y cruzó con seguridad la intersección vacía.
En estas condiciones no llegaría demasiado lejos. Omar miró a su izquierda, y observó el parque despejado. A lo lejos, un grupo de arboles configuraban una senda, y por qué no, un escondite. O una salida. De manera instintiva y con poco razonamiento, a mitad del bloque giró violentamente.
Ningún vehículo acataría jamás el comando de salirse de la senda demarcada. Pero este vehículo obedeció, y se adentró en el parque. En ese momento, sintió seguridad y euforia, sentimientos que el auto detectó, e imprimió tal aceleración que lo aplastó contra la butaca.
Rápidamente alcanzó la arboleda, y se introdujo por ese sendero. Viajaba a gran velocidad comandando el auto manualmente. No sabía dónde estaba ni hacia dónde se dirigía. En ese momento el temor lo absorbió nuevamente. Y el vehículo disminuyó la velocidad.
Omar intuía que no podría seguir por esa senda mucho más. Debía encontrar una calle y alguna forma de ubicarse. No podía pensar. El estrés de toda la experiencia lo estaba hundiendo. Pero ese efímero descanso le dio el espacio necesario para observar el tablero, y mirar en los compartimientos. No esperaba hallar algo así, pero el comunicador se le manifestó como esa bocanada de oxígeno del ahogado saliendo el agua.
Marcó el número de Horacio, y esperó.

Todo ocurrió en un segundo. En ese instante, Omar descubrió que viajaba por la senda de un tren de alta velocidad. Por los visores traseros, vio a lo lejos el vehículo negro de los secuestradores acercándose. Su desesperación disparó la máquina a una velocidad extrema.
Horacio atendió y él llegó a gritar:
–¡Soy Omar! ¡Las Máquinas de Euforia! ¡N…!
Un tren de alta velocidad se le apareció de frente.
Esta vez, el sistema anticolisión del auto fue inútil. 



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