Definición de “El Diccionario”
Grilletes: dispositivo
usado en veterinaria para inmovilizar y controlar animales grandes. Consta de
brazaletes que funcionan de a pares, que estando activos, generan una descarga
que inhiben la movilidad del animal cuando estos separan sus patas.
Acero anaranjado
El sistema de
transporte en cada ciudad estaba completamente interconectado y controlado
centralmente. Ningún vehículo en movimiento escapaba a la vigilia de los
ordenadores que conocían la dirección y velocidad que cada uno mantenía. De
esta manera, el sistema podía predecir colisiones, y efectuaba remotamente las
modificaciones necesarias para evitarlas.
Todas las vías tenían
un solo sentido y estaban demarcadas de tal manera que permitían a los coches
reconocer la senda, para no producir desvíos peligrosos.
Adicionalmente, cada
unidad intercambiaba información con las circundantes, por lo que en caso de desconexión
del control central, los vehículos discernían directamente entre ellos y
tomaban decisiones automáticamente para evitar cualquier colisión.
Dentro de la ciudad, en
su mayoría eran usados en piloto automático y solo en raras ocasiones se manejaban
manualmente. La experiencia no asistida era vivida dentro de las pistas de
carrera en donde los pilotos hacían sus proezas sin otro control más que sus
miembros. Pero fuera de ellas, el individuo indicaba el destino a la
computadora de a bordo, y el vehículo se encargaba de llevarlo a buen puerto
sin más intervención.
A esto se sumaban los sensores
de protección para transeúntes en cada unidad. En su conjunto, todo el sistema
brindaba un altísimo grado de seguridad para el traslado, con una tasa de
accidentes del uno por millón.
Como correspondía a
una sociedad que prestaba atención a las demandas y placeres individuales, los vehículos
más exclusivos contaban con una característica excitante. Mediante el control
neuronal, el conductor podía modificar la velocidad con sus emociones. Esto les
otorgaba una variante apasionante a los temerarios que querían imprimir su
sentir en el manejo, y experimentar cuotas específicas de adrenalina. Esta cualidad
no afectaba la seguridad en virtud del sistema que controlaba todo.
***
Omar casi había
perdido la cuenta de los días que llevaba en cautiverio. La última vez que pudo
distinguir, habían pasado treinta días. Fue una fortuna haber descubierto esas dos
piezas del caso, y la posibilidad de salvar quien sabe a millones. Pero también
lo lamentaba, porque eso lo había arrojado en esta desdicha.
Fue casi sin querer.
Hacía un tiempo que Horacio lo había enviado a vigilar al muchacho del tatuaje.
Desconocía cómo él había dado con ese paradero, y de qué manera lo había
asociado con los delitos recientes. No había tenido tiempo de intercambiar
datos. Cuando ingresó en la casa del muchacho, sin autorización ni apoyo, las
claves se le presentaron sin clemencia. Y de la misma manera los secuestradores.
La primera lo
sobrecogía. Recordó aquél suceso en el juego de Remembranzas, que había
provocado un caos irracional. Si lograban su objetivo, el efecto podía ser
apocalíptico, porque estas máquinas estaban por doquier, y alcanzaban a casi
toda la gente.
La segunda era una
noticia terrible para Horacio. Tenía que hacer algo, y pronto.
Se paró pensativo
frente a la ventana, en un ángulo que no lo expusiera al exterior. El ocaso
estaba presente. Un color anaranjado intenso bañaba las paredes de acero del
edificio, y las ventanas cuáles espejos celestes, producían una imagen
bellísima de inmensa paz, que contrastaba con lo que él estaba viviendo.
Estaba en uno de los
últimos pisos. Unos cien metros lo separaban del suelo. Desde esta ventana, se
podía divisar la terraza con detalle. Hacia un lateral, al tope del edificio, en
una de las esquinas, había una especie de máquina ovoide que se usaba comúnmente
para el mantenimiento exterior de la construcción. Estaba acostumbrado a ver
estos aparatos moverse a lo alto y a lo ancho de los edificios, pero nunca supo
cómo se afirmaban. Una idea cruzó por su mente, pero la descartó inmediatamente
porque no había forma de llegar hasta allí.
El apartamento parecía
inexpugnable y a prueba de sonidos. Muchas veces había gritado ayuda, pero ésta
nunca acudió. El inmueble constaba de una sala, una habitación, un baño y una cocina.
Todos pequeños y completamente vacíos, excepto por la cama que lo auxiliaba, y
la mesa de entretenimiento a un costado. Por lo menos habían tenido la
compasión de dejarle una mesa de esas, porque si no, se hubiese vuelto loco.
Así, los días transcurrían contemplando el exterior, durmiendo, ejercitándose
un poco o jugando en la mesa. La otra parte del tiempo se agotaba tramando
alguna forma de escape.
Siguió con la mirada perdida
a través de la ventana. Abajo, el gran parque y la quietud. Era como si ese
edificio estuviese inerme en las afueras. Cruzando el parque, hacia un costado,
divisaba una calle adornada con edificios bajos, semejantes a los de un cordón
industrial abandonado que hacían juego con la soledad en la que él se
encontraba.
En los días que
llevaba encerrado, nunca vio a nadie más que a los secuestradores. Ni siquiera
en la calle. Ni siquiera un coche en movimiento. Excepto el vehículo plateado
con la línea azul del secuestrador.
Algunos pensamientos
lo atormentaban. ≪¿Por qué lo mantenían secuestrado? ¿Acaso lo usarían como parte del
plan? Tenía que liberarse pronto y hacerle llegar a Horacio lo que sabía. Su
gran amigo y líder en esta investigación. El único que sabría qué hacer. ≫
Las horas eran largas
y la rutina precisa. Cada dos días, el secuestrador grande se acercaba a
traerle alimentos. Eran dos. A veces acudía el otro. El enjuto. Ambos vestían
ropa negra holgada, con un tapujo que tornaba imposible divisar sus rostros.
Tanto en sus muñecas
como tobillos le habían colocado unos brazaletes que le provocaban un inmenso
dolor cuando la luz roja en ellos se encendía. La única forma de anularlo era
juntando sus manos y sus pies. Con ese acto, los cuatro brazaletes se unían
cual poderoso imán, y el dolor desaparecía. Así, cada vez que los
secuestradores iban a ingresar al apartamento, activaban algo desde el exterior,
y la luz cambiaba de verde a amarillo. Luego, transcurridos unos segundos, si
no se sentaba inmediatamente, doblaba las piernas y se inclinaba levemente para
juntar los cuatro anillos, la luz roja se prendía y si éstos no estaban
pegados, el dolor se desataba. De esta manera, hecho un ovillo y virtualmente encadenado,
quedaba inmovilizado para cuando ellos entraban, sin que tuviesen necesidad de
tocarlo.
Hubo ocasiones en que
ingresaron cuando él estaba durmiendo. Aborrecía esas ocasiones.
Ciento veinte días le
llevó vislumbrar un plan de escape. Con errores que cometieron los
secuestradores. Pequeños descuidos que él usufructuó. Noventa días le llevó
hacerse del recipiente que mantenía escondido bajo el colchón. Siempre le
entregaban los alimentos en dos bolsas iguales. Chatas y de color blanco. El
agua debía tomarla directamente de las canillas, imposibles de violentar. Esa
noche, cortó por la mitad una de las bolsas, cuidadosamente con un hilo. La dejó
como siempre en la cocina, de tal forma que parecieran dos y escondió la otra bajo
la cama.
Pero fue un detalle
más sutil el que dio origen a su estrategia, que no hubiese podido pergeñar si
la mala suerte ≪¿Mala suerte?≫ no lo hubiese importunado aquellos días del
brazalete.
El muchacho lo
contempló en silencio. El agente estaba dormido en su lecho, apelmazado de
manos y pies, mirando hacia la pared. Sin tocarlo, contempló los brazaletes. Los
cuatro en rojo. Todo estaba en orden.
Se dirigió a la cocina
para dejar los alimentos. Las dos bolsas residuales blancas estaban
correctamente acomodadas como él le había ordenado. Las tomó y arrojó en su
propio contenedor de residuos.
Una especie de llanto
del prisionero lo estremeció.
–Por favor. Ven.
Ayúdame. Algo está mal.
El muchacho se
encaminó con gran cautela hacia la habitación. Miró al agente y notó la
expresión de enorme malestar.
–¿Qué quieres? –preguntó
con desconfianza.
–Escúchame. Uno de los
brazaletes no funciona. Cuando te fuiste el otro día, el de mi mano derecha nunca
retornó al color verde cuando abandonaste el apartamento. Estuve doblado estos
dos días, esperando tu vuelta, porque por más que los otros estaban en verde,
si no los juntaba el dolor era insoportable.
–¡Vaya! ¡Eso no debió
haber pasado! –enunció sorprendido.
El muchacho dudó un
instante. Tenía terminantemente prohibido accionar el controlador enfrente del
rehén. Sin embargo, la posición y el estado del agente lo convencieron que no
notaría la maniobra. Metió la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta y
presionó el control para desactivar los brazaletes. Tres pasaron a verde, pero
uno de ellos permaneció en rojo.
–¡Tengo que
cambiarlos! –enunció.
–Por favor… ¿Es
necesario que me los dejes puestos? ¿Acaso no me he portado adecuadamente?
–arriesgó Omar.
–Quédate ahí. Vuelvo
en una hora. –le dijo secamente.
–Escúchame. Necesito
poder estirarme o voy a desfallecer de entumecimiento. Por favor, quítamelos por
este rato.
El muchacho se limitó
a sonreír y se alejó sin dar respuesta. Una vez cerrada la puerta activó los
brazaletes.
Omar sabía que en una
hora o menos su secuestrador retornaría. Una hora que sería una eternidad.
Mientras cavilaba, prefirió no moverse porque el embotamiento muscular le
producía bastante dolor. No debía malgastar la poca movilidad que dispondría. Por
fin habían cometido otro error, que le permitió detectar en dónde estaba el
controlador de la puerta. Eso hizo agudizar sus sentidos a pesar del malestar. Cuando
el secuestrador se retiró, prestó atención a un detalle que nunca antes había
notado. Al momento que las luces de los tres brazaletes pasaron a verde, el
cerrojo de la puerta emitió su sonido característico. Solo que tan sutil que
entendió por qué nunca antes se había percatado.
Ahora tenía que ser
muy preciso. Con los pocos milisegundos que disponía cada vez que separaba la
mano del conjunto de anillos, daría los pasos necesarios. Primero tenía que
orinar en el recipiente que había ideado. Seguidamente lo esperaría sentado en
la otra habitación lo más cerca posible de la puerta de salida, en el mismo
lugar que la mayoría de las ocasiones, para no despertar sospechas.
En cuánto el
secuestrador le quitase los anillos, le lanzaría el líquido a los ojos. La sola
idea arrojar algo así en los ojos de cualquiera lo atormentaba. Sintió náuseas
cuando la imagen se le cruzó por la cabeza, pero la necesidad de transmitir su
descubrimiento, sumado al instinto de supervivencia activo, le otorgaban cierta
capacidad para actuar con frenesí.
Retomó el plan. Luego
de atontarlo, lo empujaría violentamente haciéndolo caer, le quitaría el
controlador y correría hacia el ascensor, mientras cerraba y trababa la puerta
con el dispositivo. No solamente estaría bloqueando la puerta, sino que al
mismo tiempo estaría desactivando los brazaletes en caso que se hubiese quedado
con alguno. Una vez en el ascensor, si algo saliera mal, el secuestrador no
tendría chances de alcanzarlo porque la velocidad de estos elevadores era
importante.
Decidió abandonar la cama
porque la introspección le estaba consumiendo minutos. Ejecutó cada paso de la preparación.
Y empezó la vigilia de la liberación.
El muchacho tomó el
ascensor. Siempre que se aproximaba a la puerta, lo hacía en absoluto silencio.
Era imposible que el agente pudiese soltarse y traerle problemas, pero la
lógica indicaba que tenía que tener más cuidado en esta oportunidad. Algo lo
tenía más alerta. Un presentimiento. Como siempre, se puso la capucha que solo
dejaba ver sus ojos y apoyó con mucho sigilo la oreja en la puerta, para
escuchar el ruido interior. Nada.
Sacó el controlador,
presionó el botón y la puerta se destrabó. La empujó suavemente pero no avanzó.
Algo lo hizo dudar. Dio el primer paso para entrar y vio la sombra del agente
fuera de lugar.
Todo sucedió en un
instante. El muchacho quiso tirarse para atrás mientras trataba de accionar el
controlador para cerrar nuevamente la puerta. Pero ésta se le vino
violentamente a la cara. El golpe fue tal que lo derribó. Con un grito el prisionero
se le tiró encima y le arrojó algo en los ojos que le produjo cierto ardor. No
se percató en que instante le manoteó el controlador, pero ya no lo tenía en su
mano. Mientras se incorporaba, vio como las puertas del ascensor se cerraban. Los
ojos ya no le ardían. Rápidamente llamó por el comunicador a su cómplice que se
encontraba en el segundo subsuelo.
–¡El agente acaba de
escapar! ¡Tomó el elevador! ¡Deténlo!
–Está a mitad de
camino, bajando rápidamente. No te preocupes. No tiene chances de evadirme. Si cumpliste
el procedimiento solo se podrá detener en este subsuelo. ¿Lo hiciste?
No recibió respuesta.
Sin demoras, el
cómplice tomó el inmovilizador y se dispuso a esperar al pasajero. El ascensor
hizo el recorrido que estaba previsto. Las puertas se abrieron y también su indignación.
El ascensor estaba
vacío.
Omar improvisó. Tanto
al momento de liberarse, como en el escape. Esperaba que en la confusión, el
secuestrador no haya visto lo que hizo. Llegó hasta el ascensor y entrando solo
medio cuerpo pulsó el botón para descender, pero no ingresó. Se escondió de
espaldas tras la esquina que daba hacia la puerta de las escaleras.
El secuestrador había
caído en la trampa. Creyó que se subió al ascensor y se lo comunicó a su
compañero. Solo había que esperar el momento para escabullirse sigilosamente a
través de las escaleras. Pero un golpe en la cabeza lo hizo caer. El
secuestrador no había caído en la trampa.
Omar vio como el
hombre dirigió su mano hacia el inmovilizador de la cintura. Entonces se
abalanzó. En el forcejeo, pudo hacerse del aparato y lo accionó hacia el
malhechor mientras ambos estaban agarrados. Una corriente indescriptible los
invadió, y ya no pudieron hacer más nada. Ambos cayeron de espaldas golpeando
contra las paredes del pasillo, quedando finalmente sentados uno frente al
otro. Con plena conciencia se quedaron mirando sin poder moverse. Y el
inmovilizador tirado en el medio. Fueron unos segundos, pero fueron
interminables.
Omar trató de mover un
dedo, hasta que éste le respondió. Poco a poco fue recuperando la movilidad de
la mano. Pudo ver como el secuestrador todavía seguía inmóvil. Sabía que aquél no
podría levantarse todavía, por lo que esperó hasta que su espalda le
respondiera. Hizo un esfuerzo sobre humano, y con un envión nacido de la
desesperación, logró tirarse hacia adelante cayendo con una mano sobre el arma.
El malhechor ya comenzaba a dar indicios de movimiento. Pudo sentir su mirada llena
de furia e impotencia. Hizo otro esfuerzo por realizar un movimiento más
efectivo. Y lo logró. Se impulsó de tal manera que si no hubiese tenido ese milisegundo
de ventaja, tal vez hubiese sucumbido. Porque antes que el secuestrador le cayera
encima, accionó el arma en su dirección, y la descarga hizo efecto nuevamente,
pero solo sobre el villano.
Pasaron otros quince
segundos hasta que pudo incorporarse. Agarró el inmovilizador y se aseguró de
brindarle una nueva descarga al delincuente a sabiendas que el único daño que le
produciría era inhibirle temporalmente las extremidades. Eso le daría el tiempo
suficiente para llegar a la máquina de la terraza, su objeto de salvación.
Tomó las escaleras hacia
arriba y alcanzó la terraza. Se dirigió al aparato, y una vez dentro, escudriñó
los controles. Una palanca ordenaba el desplazamiento en las cuatro
direcciones. Quiso analizar correctamente lo que iba a hacer, pero en ese
momento se abrió intempestivamente una puerta, y el raptor apareció en ella.
No tuvo tiempo de
pensar. Movió violentamente la palanca hacia abajo, sin razonar lo que
significaba llevarla hasta el fondo. El artefacto comenzó un descenso con tal
velocidad, que no pudo contener el vómito y casi se desmaya. Llegando a la
planta baja, la máquina empezó a frenar automáticamente y se detuvo suavemente.
Sabía que el secuestrador tenía un cómplice por lo que se dispuso a alejarse
sin demoras. Sobre un costado había un par de vehículos y eligió el más
cercano, el plateado con una raya azul, que parecía ser veloz. Y también estaba
el negro.
Omar desconocía que esos
autos tenían otra cualidad especial. Habían sido modificados para no interactuar
con sistema alguno.
Se montó raudamente, y
observó que el coche tenía control neuronal. Sin dudar, lo puso en modo extremo.
E inició la marcha.
Mientras hacía una
maniobra de giro en dirección a la salida, observó al cómplice corriendo hacia el
vehículo negro. Una corriente de desesperación recorrió su cuerpo, y eso se
tradujo en un impulso violento que lanzó la máquina hacia adelante. Hasta ahí, el
auto reaccionaba como era de esperarse.
Abordó la salida del
complejo tan rápido como pudo y disminuyó la velocidad para efectuar el giro y
tomar la calle. Como haría normalmente, con el vehículo en movimiento solo
necesitaba acelerar. El vehículo giraría automáticamente en la dirección
correcta. Luego de cerciorarse que la calle estuviera vacía, no solo presionó
el acelerador, sino que todo su cuerpo generó el impulso para aumentar
vertiginosamente la velocidad.
Pero el auto se detuvo.
Omar se quedó
perplejo. Por los visores traseros notó que el otro vehículo se lanzaba a
perseguirlo. Su instinto de supervivencia lo obligó a girar el volante hacia
cualquier dirección y presionar el acelerador nuevamente. El vehículo respondió
doblando con suavidad. Una vez que se hubo puesto en posición paralela, sin
mediar acciones, el coche aumentó frenéticamente la velocidad, respondiendo
claramente a lo que él estaba sintiendo.
Recorrió un par de cuadras
a toda velocidad sin detenerse en las intersecciones, y se dispuso a continuar
en esas condiciones por algunas más, para tomar la mayor distancia posible del otro
coche. Sabía que su única chance sería viajar a máxima velocidad, acercarse
tanto como pueda a una zona céntrica, despojarse del auto, y perderse entre la
multitud.
El vehículo alcanzó
una nueva intersección, y sucedió algo que le paralizó el corazón. Un coche que
venía por la concurrente, también a alta velocidad, se le cruzó dramáticamente.
Omar quedó congelado,
y cerró los ojos. Fueron milisegundos perpetuos en donde esperó el desenlace
mortal. Pero el vehículo aún mantenía activo el sistema anticolisión.
La maniobra de frenado
fue tan violenta que lo hubiese despedido por el parabrisas si los protectores
no lo hubiesen aferrado firmemente a la butaca. Omar abrió los ojos y pudo
observar el desconcierto de los pasajeros del otro coche mientras atravesaban
el cruce fugazmente.
Permaneció unos
momentos inmóvil, sin poder salir del horror que lo había embargado. Quiso
pensar una estrategia, pero toda la vivencia lo tenía agobiado. Pensó en
abandonar el vehículo y seguir a pie, pero sabía que así lo volverían a
apresar.
Viendo que el cruce
estaba vacío, presionó el acelerador con increíble temor. El vehículo comenzó a
moverse despacio. Presionó más la palanca para incrementar la velocidad, pero
el vehículo no la modificó. Estaba claro que la máquina censaba su inseguridad
y no estaba en condiciones de acelerar. Al llegar al siguiente cruce, tomó la
precaución de aminorar y cruzó con seguridad la intersección vacía.
En estas condiciones
no llegaría demasiado lejos. Omar miró a su izquierda, y observó el parque
despejado. A lo lejos, un grupo de arboles configuraban una senda, y por qué
no, un escondite. O una salida. De manera instintiva y con poco razonamiento, a
mitad del bloque giró violentamente.
Ningún vehículo
acataría jamás el comando de salirse de la senda demarcada. Pero este vehículo
obedeció, y se adentró en el parque. En ese momento, sintió seguridad y
euforia, sentimientos que el auto detectó, e imprimió tal aceleración que lo aplastó
contra la butaca.
Rápidamente alcanzó la
arboleda, y se introdujo por ese sendero. Viajaba a gran velocidad comandando
el auto manualmente. No sabía dónde estaba ni hacia dónde se dirigía. En ese
momento el temor lo absorbió nuevamente. Y el vehículo disminuyó la velocidad.
Omar intuía que no
podría seguir por esa senda mucho más. Debía encontrar una calle y alguna forma
de ubicarse. No podía pensar. El estrés de toda la experiencia lo estaba
hundiendo. Pero ese efímero descanso le dio el espacio necesario para observar
el tablero, y mirar en los compartimientos. No esperaba hallar algo así, pero
el comunicador se le manifestó como esa bocanada de oxígeno del ahogado saliendo
el agua.
Marcó el número de
Horacio, y esperó.
Todo ocurrió en un
segundo. En ese instante, Omar descubrió que viajaba por la senda de un tren de
alta velocidad. Por los visores traseros, vio a lo lejos el vehículo negro de
los secuestradores acercándose. Su desesperación disparó la máquina a una
velocidad extrema.
Horacio atendió y él llegó
a gritar:
–¡Soy Omar! ¡Las
Máquinas de Euforia! ¡N…!
Un tren de alta
velocidad se le apareció de frente.
Esta vez, el sistema
anticolisión del auto fue inútil.
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