Por ese deambular que tengo con los medios, desde la televisión
me volqué a leer en internet la letra de "Uno" de Mariano Mores y Enrique Santos Discépolo. Jamás
le presto atención a las letras, un defecto que tengo, porque la voz de quien
canta, para mí, solo conforma una armonía con los instrumentos, o lo que es lo
mismo, es solo un instrumento más de la interpretación.
Lo que me impulsó en primera instancia fueron la música y
Mores, quizás porque me encanta esa melodía. o bien, porque a mi mamá le
encantaba Mariano Mores. En segunda instancia porque desde el programa de
televisión sugerían que la letra era compleja y profunda. Entonces quise
comprender en qué sentido era así, tal vez como un desafío intelectual.
Ya me sentía identificado con los halagos que hacían de
Discépolo, y dado que me consta que a tanta gente le encanta, y que tanta gente
lo considera un poeta o un maestro, o como se quiera, yo también sentí que
valoraba de igual forma a este autor. En pocas palabras, yo también abrigué que
lo consideraba un poeta, aunque de él sabía realmente nada. Como dije, nunca le
presté atención a sus letras, ni a las de otros, salvo contadas excepciones.
Pero conozco su nombre, y su fama no me es esquiva. Creo que a nadie le escapa,
le guste o no el tango.
Y con ese sentimiento arribé al siguiente destino. O sea, yo
ya había sido preparado y mi pensamiento estaba orientado y dirigido en la creencia
o aceptación que me encontraba frente a un gran poeta o un gran maestro.
Llegué a esa página con el afán de leer y tratar de
encontrar la complejidad de la letra. Más
precisamente me llamó la atención un verso sobre el cual quería encontrar el
marco y la explicación: "Déjame que llore / como aquel que sufre en vida /
la tortura de llorar su propia muerte..."
Entonces leí la canción con detenimiento. Y la identificación se me
hizo más profunda. Uno ya entregó su corazón y quizás ya no le queda un
pedacito que volver a entregar. ¿Suena triste no? Inmediatamente caí en la
cuenta que me enamoré ya tres veces en mi vida, y cada una más que la anterior, sin olvidar la previa. En cada caso acabé con el corazón hecho trizas
como la letra de “Uno”, y tuve largos duelos, pero en definitiva, llegué a la conclusión
que cuanto corazón tenga uno para dar, depende de cada uno.
Releí un par de veces, y me deleité también escuchándolo por
Edmundo Rivero. Una vez nomás porque el tango, y más si suena mal o
viejo, no me copa demasiado. Pero una vez estuvo bien. Me encantó. Y disfruté
de la poesía que leí en esas palabras. Cosas con profundo sentimiento, con
emoción, y además bien dichas. Metáforas y construcciones que a un escritor en
ciernes le producen envidia y placer al mismo tiempo. Uno querría poder
construir así, si supiera, ideas tan potentes, que llegan a destino y
trascienden, con pocas palabras.
Y asentí. Me dije qué poeta, qué maestro, haciendo honor a
ese reflejo condicionado que se hubo inoculado previamente desde la televisión.
Entonces empecé a leer los comentarios. Por mera simbiosis. La
mayoría alababa al autor, y transmitía la misma sensación que yo sentía. Hasta
que me topé con uno solo que no pensaba como todos. Uno que se autodeclaraba
profesor de Letras y estudioso de la letrística del tango. Ergo, uno que sabe.
Supuestamente.
De él emanaban duras críticas. Misoginia, maltrato a las
mujeres, llorón y suicida. Lo baja de un pedestal más rápido que un avión en
picada. Y lo que me llamó más la atención, lo descalifica hasta como poeta.
Citándolo: “Como autor es pura pirotecnia verbal, una insoportable profusión de
adjetivos para decir poco dejando la impresión de que se trata de algo
importantísimo...”
Por supuesto el individuo fue vilipendiado e insultado. Pero
el tipo, conocedor aparente, tenía sus argumentos, y explicaba el por qué de
alguna de sus afirmaciones, referenciando las letras y los nombres de los temas
que justificaban sus palabras. Entonces leí mejor la letra. Ya no tenía el
condicionamiento de una sola fuente. Ahora veía un poco más. Y vi diferente.
Lo que me impactó fue cómo el convencimiento de enfrentarme
a un poeta, o un maestro, se diluyó rápidamente. No sé si Discépolo no es un
poeta, o un maestro. Probablemente lo sea. Lo que se diluyó fue mi
convencimiento de que lo era. Esa certidumbre. Como también me impresionó cuán fácil había
sido obtener esa convicción, partiendo de mi desconocimiento total sobre el autor y sus letras. Certeza infundada porque otro me dijo que estaba frente a un poeta. Qué
fácil fui condicionado a un imaginario popular, por no saber.
Y me sentí alegre de poder tener mi propio discernimiento. No
sé si todo lo que dijo ese profesor de Letras es verdad. De lo que sí estoy
seguro, es que ciertas ideas de Discépolo no me gustan para nada. No sé si el
trasfondo de esas poesías esconde esos sentimientos macabros que dice el
profesor. Pero lo que empecé a ver, sé que no me gusta para nada.
Finalmente reforcé aquella certeza que surcó mi intelecto
hace un tiempo. Cuando yo estaba seguro, con argumentos, de estar en contra del
matrimonio igualitario, y luego de presenciar el debate del Senado, cambié de opinión, también con argumentos. Cuán
enriquecedor es poder debatir lo que uno piensa, cuando hay respeto. Cuán
enriquecedor es presenciar un sano debate. Cuán imprescindible es poder acceder
a los que piensan diferente. Y cuán necesario es ocuparse de acceder a los que
piensan diferente.
Qué afortunado soy de poder discernir. Pero más fortuna
tengo de poder cambiar de opinión.
Eso es lo que me hace realmente libre.
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